Vimos irse a los padres y ahora a los hijos
La Voz de Galicia - 21 de marzo de 2015
Fernando Salgado
Yo tenía seis años y mi hermana solo dos cuando nuestros padres embarcaron en Vigo con destino a Venezuela. Mal podía saber entonces que aquel mismo año de 1959, mientras los dos niños sorbíamos lágrimas y mocos en casa de los abuelos, terminaba de imprimirse en Buenos Aires un libro del que guardo, como oro en paño, un ejemplar de la primera edición, que corrió a cargo de Luís Seoane. Su título era Galicia como tarea y su autor, quien décadas después me regalaría su afecto, se llamaba Valentín Paz-Andrade.
Paz-Andrade no descubrió el drama de la emigración. Docenas de plumas, antes y después de la suya, denunciaron la sangría secular e incesante de brazos y cerebros. Empezando por la excelsa Rosalía: «Galicia, sin homes quedas / que te poidan traballar. / Tes, en cambio, orfos e orfas / e campos de soedá, / e nais que non teñen fillos / e fillos que non teñen pais». Pero el autor de Galicia como tarea sí subrayó, de forma inapelable, dos atroces consecuencias del éxodo: cáncer demográfico y despilfarro de caudales. Impacto biológico e impacto económico. Se iban -se van- los mejores: «Se pierde fuerza de trabajo, capacidad e iniciativa, espíritu de empresa... Se van aquellos que acumulan en su mente, en su músculo, ambición y energía vital». Y se iban -se van- los recursos empleados en su crianza, formación y educación: «Cada leva de emigrantes representa una exportación invisible de capitales, mucho más funesta para el país de origen que la materializada en su signo monetario».
En los años setenta del siglo pasado nos apresuramos a dar por clausurado el ciclo migratorio. Arrostrábamos las terribles secuelas -un país prematuramente envejecido, en vías de extinción-, pero al menos se cortaba momentáneamente la hemorragia. Incluso parecía que repuntaba la natalidad con la llegada de inmigrantes. Pero el sueño duró lo que duró la burbuja. Sobrevino la crisis financiera, los Gobiernos se empeñaron en combatir el incendio con bidones de gasolina y vuelta a empezar. El destino nos reservaba la prueba más dura: los que vimos marchar a nuestros padres aún tendríamos que despedir a nuestros hijos.
Los últimos datos del padrón de españoles residentes en el extranjero retratan -solo de forma pálida- el drama: en los últimos seis años, 711.352 españoles buscaron acomodo en otras latitudes. El 15,5 % de ellos -110.371 exactamente-, gallegos de nación. Ojalá esa fuera toda la «movilidad exterior», por utilizar el eufemismo de la ministra Báñez. Pero la realidad es mucho peor: solo una minoría de los nuevos emigrantes se inscriben en el padrón del exilio.
Yo pensaba proponer en este artículo una fórmula para paliar el drenaje de capitales que denunciaba Paz-Andrade: exigir que Alemania o el Reino Unido financien nuestro sistema educativo, donde se forman los enfermeros de sus hospitales o los friegaplatos de sus restaurantes. Pero retiro la propuesta: comprenderán ustedes que, hasta por razones biográficas, no me da el cuerpo para sarcasmos.